Recuerdo el momento exacto en el que me
perdí a mi misma. El momento exacto en el que mi alma me abandonaba.
Fue aquel frío día de enero. Aquel
día en el que tu recuerdo se me clavaba bien adentro.
No sé cómo llegué hasta allí, no
cómo logré salir. Pero finalmente escapé, escapé del frío de mi
pecho.
Al principio pensé que estaba al borde
de un abismo lleno de inmensa oscuridad. Creí que nada podría
salvarme de la caída que me esperaba. Que nada lograría sacarme de
mi propia soledad. Pero al final, simplemente, sucedió. Lo logré.
Escapé de la oscuridad y de la eterna soledad.
Y lo mejor de todo es que nadie vino a
socorrerme, a salvarme. Fui mi propia socorrista, me salvé a mi
misma. Me salvé de la eterna espera que tanto me desespera.
Me agarré al olvido de algo que ya no
era mío. Soporté los fríos besos que me proporcionaban tu
recuerdo. Durante días, durante meses, durante miles de lágrimas
que no iban a ninguna parte y que a la vez viajaban más que yo.
Soporté durante mucho tiempo al eco de
tu recuerdo. Diciéndome que me echaba de menos a la vez que me
alejaba de él. Diciéndome todas las mentiras que luego, yo me
creía.
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